El Alcalde muy gravemente inquirió ¿tenéis testigos?
¡TESTIGOS!...¡NO! ¡Ay, por Dios, Jesús María! ¿Hacen falta testigos? No tengo testigos.
Quien juzgaba, inquirió con serenidad a don Pablo diciéndole: Usía, ¿Habéis recibido el dinero? ¿Juráis decir la verdad?; el gallego extendiendo la mano, y besando la cruz dijo: vuestra merced, juro; es una falsedad, “ no recibí ni un solo céntimo”; este s un falsario, un ladino, un atrevido, exijo se lo juzgue en su categoría.
Don Plácido López ya no estaba tan plácido ni tan seguro, se levantó a increpar al gallego, los cañaris lo contuvieron.
Entonces Don José Marcellano de Anderas, haciendo y rompiendo toda regla, dijo: “Señores la causa esta abierta, siento que Don Plácido no podrá recobrar el semental, pero por lo menos necesita recuperar algo de su capital, Para volver a provincia. En vista de ser un caso harto curioso, no contemplado en el código de su majestad, propongo a la sala hacer una colecta para compensarlo. La encabezaré yo mismo, con estos diez. Seguro estoy que hay entre los presentes algunos que deseáis imitarme… A ver, don Pablo… ¿no creo que usía se atrevería a negarme un óbolo?
Señor magistrado, replicó sonriente (viendo la causa ganada a su favor), no deseo quedarme atrás de su merced, aunque es tozudo el gañán, pues aquí van otros diez… Fue a ponerlas sobre la mesa de escribanía e inmediatamente el señor alcalde ordinario y juez de la causa, tomó las monedas en su mano examinándolas muy despacio, luego mirando fijamente al “gallego” le dijo:¡¡Pero cómo os atrevéis a exhibir moneda falsa ante un tribunal de justicia ¡Vamos, vamos! Bien sabéis que esto es contra la ley y tiene ¡pena de muerte! ¡Confiese su origen! Esta vez, don Pablo el gallego, dejó su sonrisa burlona, pálido y muy sinceramente, luego de vacilar, viendo que los cañaris se le abalanzaban dijo: quien ha de confesaros todos esos delitos, es este gañán, ¡pues estas son las monedas con que me pagó! ¡Ajá!... ¿Entonces confesáis que os pagó? Pues entregadle ya mismo la bestia y usía, tenéis arresto por falso testimonio.
¿Y las monedas…?
¡Ah!... ¡Las monedas!... os advertí que este era un caso muy especial, no contemplado en el código, pero yo tenía un pálpito. Las MONEDAS son verdaderas y se quedarán como MULTA. (Fuente: Archivo familia Losa Balsa)
Espacio que permite la libre circulación de ideas, brinda información y refleja el sentir y pensar de la autora. Permite el estudio comparado de diferentes temas de interés general cuyo contenido es literario, social, jurídico y humano.
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sábado, 27 de junio de 2009
UN JUEZ PERSPICAZ Ivette Durán Calderón
A fines de 1600, don José Marcellano de Anderas, natural de Viscaya, ejercía el cargo de alcalde ordinario de la cuidad de La Paz; dicha posición muy ambicionada, tenía una gran responsabilidad y significación social; abarcando inclusive la administración de Justicia en lo Civil y Penal, así como de cualquier delito de orden público: teniendo a su mando a los funcionarios llamados alguaciles o cañaris.
Famoso por su rectitud a toda prueba, a pesar de la astucia de los contrincantes. Cuando de aplicar justicia se trataba, se mostraba implacable y duro inclusive con los propios peninsulares y amigos, quienes valga la oportunidad de comentar, casi siempre se hallaba en pendencia. Don José Marcellano de Anderas, infundía muchísimo respeto, siempre serio, impenetrable; concedía una oportunidad a todos, tenía mucha paciencia para escuchar a los humildes (cosa rara para la época), esforzándose por comprender sus problemas y sus fallos eran categóricos, generalmente justos.
Aquella tarde la sala del ayuntamiento estaba repleta. Uno de los litigantes era Pablo “el gallego” , hablador y bullicioso, regordete y bajito, una incipiente calva y un vientre prominente acusaban sus años y su vida cómoda; poseía además de un comercio, una pequeña hacienda cercana a la cuidad, donde criaba ganado vacuno y porcino; demás esta decir que era peleador, tacaño de nacimiento y tenía enemigos a granel.
El denunciante de mediana estatura, delgado, bigote ralo, ojos negros y profundos; emprendedor y ambicioso, —había caído en la trampa del “gallego”—. Abierta la sesión, la palabra la tenía el provinciano don Plácido López, quien avanzaba tímidamente, un sudor frío le recorría todo el cuerpo, sombrero en mano, apretujándolo y dándole vueltas, empezó: señor… digo excelentísimo señor alcalde…mi deseo es explicarle el motivo de este infeliz momento en el que me hallo metido. Tosió y prosiguió…Este “chancho gallego” me ha vendiu un pradillo de raza por el que le pagué contante y sonante.
Un momento señor mío… ¡un momento!, no se acepta en esta corte, insultos, motes ni malas dicciones menos dicterios…¿entendido?...prosiga. Y…bueno, como le iba diciendo, le pagué y ahora pretende decir, que no le pagué…y, señor, digo honorable señor, no me parece grosería tratar de “chancho” a semejante pillo que trate de…
¡Alto!, si continua usted así y no hace caso a mis amonestaciones me veré obligado a ...
Pido disculpas a su merced. Lo cierto es que le pagué todito, ni siquiera quiso rebajarme y el chancho digo el “gallego”, dijo que me lo entregaba en su chacarilla en Chijini sobre la calle de las Carretas, junto a mi gente a las siete de la noche, fuíme a recoger la bestia y solamente me dejaron entrar a mí solito, busqué a mi “padrillo” y esto estaba al fondo, cuando ya le ponía el lazo de tiro, es cuando el chancho…el galle…digo don Pablo, muy suelto de cuerpo, me empujó y me dijo: ¡hey! chulo… aquí las cosas al contao, diciendo eso gritó a sus mozos, quienes aparecieron y me rodearon. Prosiguiendo: ¡pagad su importe! y os lo lleváis. Yo díjele; ¡pero, don Pablo!, esta mañana en la feria, se lo pagué toditito al contao…
Entonces el chancho caballero, gallego…dijo: ¿qué? …¡mentís, no me habéis dado ni un solo maravedí por él! Y ahora su merced, respetuosamente pido que me dé mi padrillo o me devuelva mi plata. Por Dios ¡Cómo ha de hacerme pagar dos veces! ¡Púchale!
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Ivette Durán Calderón - Donde tropieza el tonto, el listo se abre paso
Cada problema, cada situación compleja y cada obstáculo ofrecen condiciones para mejorar día a día.
Debemos pensar cuando fracasamos en algo, en el porqué de ese fracaso para que éste se transforme en enseñanza y en experiencia.
Si tenemos el propósito de hacer una cosa, una diligencia y ésta, de haber pensado cómo la vamos a realizar, sale mal, en la práctica es porque algo ha fallado, en el plan en el método, en la forma de realizarla, etc.
Si después que ha salido mal nos encogemos de hombros y abandonamos la tarea o la acción, habremos perdido el tiempo y, además nos exponemos a tropezar una y otra vez con el mismo obstáculo porque no habremos puesto los medios necesarios para evitarlo.
“Alégrate de que en principio las cosas se presenten difíciles y con obstáculos - decía Franklin – porque así, además de adquirir espíritu de lucha, acrecentarás tu experiencia. Y alégrate aún más de que tengas fracasos, porque ellos son la verdadera escuela de la vida; si profundizas en el porqué de los mismos, te harás invulnerable a ellos”.
Evidentemente. La experiencia se logra con la lucha diaria. El conocimiento de los fracasos nos indica que nuestro plan era débil o que adolecía de defectos insospechados.
Si estudiamos el por qué de la falla hallaremos la causa, y conocida ésta, ya no sólo fracasaremos más, sino que el hallazgo nos servirá para rehacer lo mal hecho.
Cada derrota, cada fiasco sufrido, tiene la virtud de poner en nuestras manos una experiencia y buena enseñanza.
Aquellos que saben sacar enseñanzas de sus derrotas, son hombres que adquieren la seguridad de su caminar en la vida.
Por eso, en lugar de sentirse amilanados por un fracaso y suponer que para nada servimos, que todo nos ha de salir mal, etc., hay que alegrarse de ese tropiezo porque el resultado facilitará abrir las puertas del éxito en sucesivas actuaciones.
Con toda razón se dice que donde tropieza el tonto, el listo se abre paso.
Quien acepta la derrota como un mal irremediable, se juzga a sí mismo incapaz de rehacer nada. Quién, por el contrario, se sitúa dentro de su fracaso y sabe levantarse por encima de la derrota, lleva dentro de sí un alma de triunfador.
Colón fracasó muchas veces en su propósito de que le ayudaran las cortes de Portugal y de España; pero, tesonero y firme en sus propósitos, siguió llamando a las puertas del éxito hasta que éstas se abrieron.
Las victorias, dice un aforismo militar, pertenecen a los ejércitos que saben resistir los últimos diez minutos.
En resumen, quien resiste y vuelve a la carga habiendo sacado fuerza de sus derrotas enseñanzas y experiencias, vence siempre.
Una de las mejores cualidades para soportar la adversidad es la serenidad de espíritu.
Una resolución tomada con energía y ejecutada también enérgicamente, es lo más eficaz en cualquier momento. La desesperación puede ser evitada. Por ello uno puede desprenderse de vicios, de malos hábitos, de reacciones contraproducentes, sin atenuantes transitorios, si en verdad quiere hacerlo.
Debemos pensar cuando fracasamos en algo, en el porqué de ese fracaso para que éste se transforme en enseñanza y en experiencia.
Si tenemos el propósito de hacer una cosa, una diligencia y ésta, de haber pensado cómo la vamos a realizar, sale mal, en la práctica es porque algo ha fallado, en el plan en el método, en la forma de realizarla, etc.
Si después que ha salido mal nos encogemos de hombros y abandonamos la tarea o la acción, habremos perdido el tiempo y, además nos exponemos a tropezar una y otra vez con el mismo obstáculo porque no habremos puesto los medios necesarios para evitarlo.
“Alégrate de que en principio las cosas se presenten difíciles y con obstáculos - decía Franklin – porque así, además de adquirir espíritu de lucha, acrecentarás tu experiencia. Y alégrate aún más de que tengas fracasos, porque ellos son la verdadera escuela de la vida; si profundizas en el porqué de los mismos, te harás invulnerable a ellos”.
Evidentemente. La experiencia se logra con la lucha diaria. El conocimiento de los fracasos nos indica que nuestro plan era débil o que adolecía de defectos insospechados.
Si estudiamos el por qué de la falla hallaremos la causa, y conocida ésta, ya no sólo fracasaremos más, sino que el hallazgo nos servirá para rehacer lo mal hecho.
Cada derrota, cada fiasco sufrido, tiene la virtud de poner en nuestras manos una experiencia y buena enseñanza.
Aquellos que saben sacar enseñanzas de sus derrotas, son hombres que adquieren la seguridad de su caminar en la vida.
Por eso, en lugar de sentirse amilanados por un fracaso y suponer que para nada servimos, que todo nos ha de salir mal, etc., hay que alegrarse de ese tropiezo porque el resultado facilitará abrir las puertas del éxito en sucesivas actuaciones.
Con toda razón se dice que donde tropieza el tonto, el listo se abre paso.
Quien acepta la derrota como un mal irremediable, se juzga a sí mismo incapaz de rehacer nada. Quién, por el contrario, se sitúa dentro de su fracaso y sabe levantarse por encima de la derrota, lleva dentro de sí un alma de triunfador.
Colón fracasó muchas veces en su propósito de que le ayudaran las cortes de Portugal y de España; pero, tesonero y firme en sus propósitos, siguió llamando a las puertas del éxito hasta que éstas se abrieron.
Las victorias, dice un aforismo militar, pertenecen a los ejércitos que saben resistir los últimos diez minutos.
En resumen, quien resiste y vuelve a la carga habiendo sacado fuerza de sus derrotas enseñanzas y experiencias, vence siempre.
Una de las mejores cualidades para soportar la adversidad es la serenidad de espíritu.
Una resolución tomada con energía y ejecutada también enérgicamente, es lo más eficaz en cualquier momento. La desesperación puede ser evitada. Por ello uno puede desprenderse de vicios, de malos hábitos, de reacciones contraproducentes, sin atenuantes transitorios, si en verdad quiere hacerlo.
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¿No produce porque su edad no se lo permite?
¿No produce, porque su edad no se lo permite?
Ivette Durán Calderón
Los grandes hombres que iluminaron el camino de la humanidad con sus tareas y hallazgos, aquellos que lucharon por todos, probaron con su existencia gloriosa, que la resistencia humana es inagotable; jamás ni en la más avanzada edad, se sintieron agotados ni incapaces para la labor y mucho menos decrépitos.
Para producir la edad no es un límite, tomemos los siguientes ejemplos:
Moisés tenía ochenta años cuando llevó a su gente a la Tierra de Promisión.
San Juan era más que octogenario cuando escribió El Evangelio.
Julio César después de una vida de disipación y de vicio, venció a Pompeyo, cuando contaba cincuenta años.
Aristóteles escribió sus principales obras cuando pasaba ya de los cincuenta y cinco años.
Rogelio Bacon escribía a los ochenta años y sus obras son consideradas hoy como pozos verdaderos de ciencia, algunas de ellas las escribió en la cárcel.
Leonardo da Vinci, el monstruo del talento pictórico, empezó a los cuarenta años la famosísima “Cena”.
Copérnico terminó su obra “Revolutionibus orbium coelestium ” a los cincuenta y siete años, la siguió corrigiendo hasta la edad de setenta años en que la entregó a la imprenta.
Galileo no publicó su “Sidereus Nuncios” hasta los cuarenta y seis años; a los setenta y cuatro años, ciego en absoluto, seguía investigando en sus trabajos científicos. Fue a esa edad cuando publicó sus célebres “Diálogos” sobre el movimiento local.
Pierre Simon de Leplace, a los setenta años, llevó a cabo su inmensa tarea de investigación sobre matemáticas.
Michael Faraday, hizo sus trabajos asombrosos sobre electro-magnetismo a los setenta años.
Charles Darwin publicó a los sesenta años, su obra, “El origen de las especies”.
André Marie Ampere publicó a los cincuenta y un años, la “Teoría de los fenómenos electrodinámicos”.
A los cincuenta y siete años, Manuel Kant se dio a conocer con sus trabajos filosóficos y publicó “La Critica de la Razón Pura” a los sesenta y seis años.
Benjamín Franklin, a los setenta años, fue a Francia para solicitar ayuda para la independencia de su país.
Alessandro Volta descubre la famosa pila de su nombre a los cincuenta y seis años de edad.
Von Humboldt Fleisher emprendió su gran viaje de 4500 leguas, que tanto sirvió para rectificar la geografía de Asia, a los sesenta años.
Miguel de Cervantes había cumplido los cincuenta y ocho años cuando publicó la primera parte de “El Quijote” y sesenta y ocho cuando se vio la luz de la segunda.
Victor Hugo escribió “Los Miserables” a los cincuenta y siete años.
Jonathan Swift publicó “Los viajes de Gulliver” a los sesenta años.
La mayor parte de las quinientas obras dramáticas de Pedro Antonio Calderón de la Barca de Henao y Riaño fueron escritas cuando el autor se hallaba entre los cincuenta y los ochenta años de edad.
Guillermo Prescot, ciego a los cincuenta años, publicó la “Historia del Perú”.
Bartolomé Esteban Murillo pintó su “San Antonio”, de la catedral de Sevilla, a los setenta y cuatro años.
Vecelio di GregorioTiziano trabajó incansablemente hasta ser centenario.
Charles Maurice de Talleyrand, a los ochenta y cinco era afamado como el mejor diplomático de su tiempo.
Thomas Alva Edison murió a los ochenta y cuatro años, trabajó hasta el último momento y durante muchos años no durmió más de seis horas.
Henry Ford, a los ochenta y cinco años dirigía sus producciones de automóviles y sus plantas constructoras.
Victoriano Crémer, a los 102 años, acaba de publicar su obra titulada "Los signos de la sangre", con la Editorial Calambur (2009), este libro contiene una recopilación poética de la obra del autor, desde 1944 hasta ahora. Su capacidad de trabajo y lucidez intelectual le permiten seguir escribiendo una columna diaria en el Diario peleón. Esa capacidad se ha visto recompensada el año 2007 en ocasión de su centésimo cumpleaños, con la Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo. En la actualidad, aparte de sus colaboraciones periodísticas diarias, Crémer también está escribiendo una novela.
¡Que nadie diga entonces, que está agotado a los treinta años, ni a los cuarenta, ni a los sesenta años de edad! Diga mejor que no quiere trabajar, que se niega a producir y entonces creeremos su afirmación.
Ivette Durán Calderón
Los grandes hombres que iluminaron el camino de la humanidad con sus tareas y hallazgos, aquellos que lucharon por todos, probaron con su existencia gloriosa, que la resistencia humana es inagotable; jamás ni en la más avanzada edad, se sintieron agotados ni incapaces para la labor y mucho menos decrépitos.
Para producir la edad no es un límite, tomemos los siguientes ejemplos:
Moisés tenía ochenta años cuando llevó a su gente a la Tierra de Promisión.
San Juan era más que octogenario cuando escribió El Evangelio.
Julio César después de una vida de disipación y de vicio, venció a Pompeyo, cuando contaba cincuenta años.
Aristóteles escribió sus principales obras cuando pasaba ya de los cincuenta y cinco años.
Rogelio Bacon escribía a los ochenta años y sus obras son consideradas hoy como pozos verdaderos de ciencia, algunas de ellas las escribió en la cárcel.
Leonardo da Vinci, el monstruo del talento pictórico, empezó a los cuarenta años la famosísima “Cena”.
Copérnico terminó su obra “Revolutionibus orbium coelestium ” a los cincuenta y siete años, la siguió corrigiendo hasta la edad de setenta años en que la entregó a la imprenta.
Galileo no publicó su “Sidereus Nuncios” hasta los cuarenta y seis años; a los setenta y cuatro años, ciego en absoluto, seguía investigando en sus trabajos científicos. Fue a esa edad cuando publicó sus célebres “Diálogos” sobre el movimiento local.
Pierre Simon de Leplace, a los setenta años, llevó a cabo su inmensa tarea de investigación sobre matemáticas.
Michael Faraday, hizo sus trabajos asombrosos sobre electro-magnetismo a los setenta años.
Charles Darwin publicó a los sesenta años, su obra, “El origen de las especies”.
André Marie Ampere publicó a los cincuenta y un años, la “Teoría de los fenómenos electrodinámicos”.
A los cincuenta y siete años, Manuel Kant se dio a conocer con sus trabajos filosóficos y publicó “La Critica de la Razón Pura” a los sesenta y seis años.
Benjamín Franklin, a los setenta años, fue a Francia para solicitar ayuda para la independencia de su país.
Alessandro Volta descubre la famosa pila de su nombre a los cincuenta y seis años de edad.
Von Humboldt Fleisher emprendió su gran viaje de 4500 leguas, que tanto sirvió para rectificar la geografía de Asia, a los sesenta años.
Miguel de Cervantes había cumplido los cincuenta y ocho años cuando publicó la primera parte de “El Quijote” y sesenta y ocho cuando se vio la luz de la segunda.
Victor Hugo escribió “Los Miserables” a los cincuenta y siete años.
Jonathan Swift publicó “Los viajes de Gulliver” a los sesenta años.
La mayor parte de las quinientas obras dramáticas de Pedro Antonio Calderón de la Barca de Henao y Riaño fueron escritas cuando el autor se hallaba entre los cincuenta y los ochenta años de edad.
Guillermo Prescot, ciego a los cincuenta años, publicó la “Historia del Perú”.
Bartolomé Esteban Murillo pintó su “San Antonio”, de la catedral de Sevilla, a los setenta y cuatro años.
Vecelio di GregorioTiziano trabajó incansablemente hasta ser centenario.
Charles Maurice de Talleyrand, a los ochenta y cinco era afamado como el mejor diplomático de su tiempo.
Thomas Alva Edison murió a los ochenta y cuatro años, trabajó hasta el último momento y durante muchos años no durmió más de seis horas.
Henry Ford, a los ochenta y cinco años dirigía sus producciones de automóviles y sus plantas constructoras.
Victoriano Crémer, a los 102 años, acaba de publicar su obra titulada "Los signos de la sangre", con la Editorial Calambur (2009), este libro contiene una recopilación poética de la obra del autor, desde 1944 hasta ahora. Su capacidad de trabajo y lucidez intelectual le permiten seguir escribiendo una columna diaria en el Diario peleón. Esa capacidad se ha visto recompensada el año 2007 en ocasión de su centésimo cumpleaños, con la Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo. En la actualidad, aparte de sus colaboraciones periodísticas diarias, Crémer también está escribiendo una novela.
¡Que nadie diga entonces, que está agotado a los treinta años, ni a los cuarenta, ni a los sesenta años de edad! Diga mejor que no quiere trabajar, que se niega a producir y entonces creeremos su afirmación.
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